Acta de defunción desde l´autre monde
La figura de Isidore Ducasse ha estado siempre impregnada de un áurea misteriosa y enigmática. Hay pocos datos sobre su vida, los manuscritos de sus obras son inexistentes y los motivos de su muerte son inciertos.
Algunos informes sostienen que murió de tuberculosis, (La Jeneusse, volumen I) otros conjeturan sobre un posible suicidio, pero lo cierto es que no hay un consenso al respecto. Su acta de defunción tampoco ayuda a resolver este enigma; se limita a informar el lugar y la hora del fallecimiento.
Pichon Riviére, médico psiquiatra argentino nacido en Suiza, quien llevó a cabo una de las más profundas investigaciones realizadas sobre la vida y obra de Ducasse, sostiene que:
La hipótesis que trataré de demostrar en mi libro en preparación sobre el tema, es que el conde de Lautréamont se suicidó, tomando esta palabra solo en el sentido psicológico, es decir, en el sentido de que fue una muerte deseada. (1992, p.34)
Si se tiene en cuenta uno de los pasajes del primer canto de Maldoror, su obra más conocida, la teoría propuesta por Pichón Riviére no parece para nada descabellada:
No me verán, en mi hora última (escribo esto en mi lecho de muerto), rodeado de curas. Quiero morir, mecido por las olas del mar tempestuoso, o de pie sobre la montaña... no con los ojos hacia lo alto: sé que mi aniquilamiento será completo. Por otra parte, no puedo esperar ninguna gracia. ¿Quién abre la puerta de mi cámara mortuoria? Había dicho que nadie entrara. Quienquiera que seas, aléjate; pero si crees percibir alguna señal de dolor o de miedo en mi rostro de hiena (uso esta comparación aunque la hiena sea más hermosa que yo, y más agradable a la vista), desengáñate: que se aproxime. […] Que el viento, cuyos lastimosos silbidos entristecen a la humanidad, desde que el viento y la humanidad existen, momentos antes de la última agonía, me transporte sobre la osamenta de sus alas a través del mundo, impaciente por mi muerte.
En este pasaje se puede apreciar una clara actitud desafiante hacia la muerte así como un deseo expreso de aproximarse a ella. Esta postura provocadora, en diálogo constante con la desesperación y la muerte, y que le ha valido el título de «poeta maldito» es notoria a lo largo de toda su obra.
Pablo Neruda escribe un interesantísimo verso en su poema Lautréamont Reconquistado en el cual nos ofrece un Isidore Ducasse que ha dejado atrás “las sendas del mal” para reconciliarse con él mismo, a tal punto que cuando la muerte va a buscarlo, el no le teme:
Entonces la muerte, la muerte de París cayó como una tela,
como horrendo vampiro, como alas de paraguas,
y el héroe desangrado la rechazó creyendo
que era su propia imagen, su anterior criatura,
la imagen espantosa de sus primeros sueños.
"No estoy aquí, me fui, Maldoror ya no existe."
"Soy la alegría de la futura primavera",
dijo, y no era la sombra que sus manos crearon,
no era el silbido del folletín en la niebla,
ni la araña nutrida por su oscura grandeza,
era sólo la muerte de París que llegaba
a preguntar por el indómito uruguayo,
por el niño feroz que quería volver,
que quería sonreír hacia Montevideo,
era sólo la muerte que venía a buscarlo.
La obra que se propone en esta edición de homenaje al Conde de Lautréamont, se vale de esta estrecha relación entre el autor y la muerte. La propuesta consiste en trabajar con su letra manuscrita, aprenderla e imitarla, para luego con ella reescribir su acta de defunción.
La letra manuscrita guarda una estrecha relación con el cuerpo y la mente: «cuando escribimos un pensamiento, nuestro cerebro convierte las palabras – que son símbolos- en movimientos de los dedos y las manos» (Doidge N., 2007). El ejercicio pues de imitar una letra ajena implica adentrarse en el proceso de pensamiento del otro y trasladarlo al cuerpo propio. En este caso además, se trata de la letra de un escritor, con todo el simbolismo que esto implica.
Esta acción de reescribir su acta de defunción con su propia caligrafía es en sí un gesto paradójico y victorioso: a 150 años de su fallecimiento, la figura del Conde de Lautréamont se reencarna en su manuscrita para desafiarnos al conquistar, una vez más, su propia muerte.